miércoles, 16 de diciembre de 2009

Elogio a mi reloj

Es la hora:
de todos los
relojes
partidos,
estacionados.
Del tic tac
silencioso.
Luz Amparo Palacios Mejía: Tic tac sin tiempo

Existen diversas clases de relojes: desde los más antiguos como el reloj de sol, el de agua y el de arena, pasando por el formidable “cucú”, mezcla de reloj y pájaro, el de péndulo, único capaz de hipnotizar, hasta llegar a los de pulsera, los primeros análogos, los segundos digitales y, muchos de ellos, joyas.

En este escrito voy a referirme a la última clase de reloj que mencioné más arriba, el de pulsera y, concretamente, a mi reloj, que ha estado abrazado a mi muñeca izquierda por varios años, desligándonos uno del otro sólo durante el período de sueño.

No logro explicarme cómo es que muchas personas, en la actualidad que lleva ya varios años, prescinden del reloj de pulsera y, cuando quieren o necesitan saber la hora, miran su teléfono celular, aparato al que se le ha otorgado más funciones de las que merece. Con él una persona puede llamar a otra a cualquier hora del día, enviar mensajes de texto, tomar fotos, chatear, jugar, navegar por internet; pero que también lo utilice para saber la hora y como despertador, ¡no tiene razón de ser! Voy todavía más allá: ¡es una ofensa al reloj!, noble artefacto que, como toda la humanidad sabe, ha tenido la misión de proporcionar la hora y, ocasionalmente, de despertar a quienes lo necesiten.

Pido, muy encarecidamente a todos los lectores, que no cometan la bajeza de mirar la hora en un celular. Otórguenle a cada cosa su función: celular: llamar y recibir llamadas; reloj: darnos a conocer la hora.

Uno de los primeros relojes portátiles fue el de bolsillo, pero el inconveniente de éste era que no estaba a la vista y para saber la hora se necesitaba tirar de una leontina. El reloj de pulsera permitió tener la hora siempre en una muñeca, además que su portador exhibía una joya funcional.

Paso ahora a hablar de mi reloj. Él es análogo y digital al tiempo: oprimo un botón y se despliega sobre la pantalla un mapa, la fecha (qué gusto cuando alguien me pregunta la fecha y yo, en lugar de responder “no sé”, miro mi reloj y pronuncio la respuesta) y los numeritos negros titilantes; otro botón y aparecen números telefónicos grabados en su memoria; un tercero y surge una tenue luz verde del cristal.

Esta máquina es, para mí, más que un simple objeto personal; es un aliado, un compañero leal. Cada día libramos una batalla contra la impuntualidad, pero mis problemas, la mayoría de veces, terminan por derrotarnos. Sin mi reloj no sabría la hora, la fecha, el tiempo que ha pasado y el que me resta, no podría cumplir una cita; en pocas palabras: sin él no podría vivir en esta realidad.

El buen Cortázar nos habló, en su Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj, de ciertas complejidades en torno a este artefacto, que lo hacen, como he aludido, más que un simple objeto:

Piense en esto: cuando te regalan un reloj […] No te dan solamente el reloj […] Te regalan-no lo saben, lo terrible es que no lo saben-, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca…

Sin embargo debemos evitar- yo principalmente- que suceda lo explicitado al final del texto del autor: No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj. La máquina no debe, ni metafóricamente hablando, ser dueña del humano.

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